La tía Margie: La maldita clave del baño

Nuestro primer contacto con un país nórdico —el día que casi arranco una puerta en Suecia—  terminó, digamos, que bien. Sin embargo, nada hacía presagiar que otra maldita puerta sería la culpable de nuestra segunda anécdota para recordar en ese viaje aparentemente inocente.

Mi tía Margie y yo nos levantamos a la mañana siguiente extasiadas por conocer Estocolmo, compramos un bono turístico en el que se incluía la entrada a todos los museos —algunos no son lo más interesante del mundo pero, oye, te quitan un rato de frío— un paseo en barco y el uso de todos los medios de transporte. Y sí, también hubo mucho chocolate caliente aunque ese líquido gustoso no estaba incluido en el ticket, una pena para nuestro presupuesto.

Elegimos como primera parada el Museo Vasa, un lugar oscuro e imponente que fue construido expresamente para albergar un buque de guerra y casi que el único ejemplo intacto del S.XVII. Se encuentra en una isla de nombre impronunciable, vamos, igual que las otras trece que conforman la capital de Suecia. La pregunta más acertada sería, ¿hubo algún lugar que fuimos capaces de pronunciar? Y eso que soy la de los idiomas de la familia, pero oye, a mí no me saques de las lenguas latinas que se me lía la lengua.

Este fue uno de los museos que más nos maravilló, poder contemplar un buque tan cerca nos doy ganas de sacar las espadas y empezar a interpretar Piratas del Caribe.

Ahora seguro que alguien me dice que no se tratan de los mismos barcos, flotan, ¿no? Pues me vale, aunque pensándolo mejor, no he ido a elegir el mejor navío para una operación tan arriesgada porque el pobrecito mío no consiguió alejarse mucho de puerto antes de hundirse.

¿Quieres saber qué paso?

El Vasa iba a ser uno de los mejores buques de guerra de la armada sueca. Una embarcación fuerte con tres mástiles capaz de portar hasta diez velas y un peso de 1.200 toneladas, casi nada.

El 10 de agosto de 1628 fue el día fatídico en el que el Vasa no solo abandonó su atracadero sino que con él se hundieron sueños y 30 vidas. Llevaba todas las portas abiertas con sus correspondientes cañones asomando y disparando salvas, la suerte no estuvo de su lado.

Un par de golpes de viento consiguieron ladearlo, el jarreo de agua se coló por las portas abiertas hasta que lo arrastró al fondo. El Vasa pesaba demasiado como para recuperar la estabilidad, 333 años tuvo que esperar para volver a brillar.

Todavía la tía Margie no la había liado

Salimos del museo y antes de ir al siguiente, nos tomamos un perrito caliente bien chorreoso de ketchup y mostaza —ahí todavía estaba con mis vaivenes con la carne, ahora no me invites a comer si hay animales en el plato— total, puestas a ponernos finas de comida basura que supiera a algo.

En realidad pedimos dos, no voy a hacerme la digna y reina de la dieta, y no llegamos al tercero por vergüenza de seguir pidiéndole servilletas al muchachote rubio que los vendía.

Ya con el aperitivo de media mañana en el cuerpo sí que nos enderezamos hasta Historiska Museet, el museo de historia sueca.

El edificio es bastante grande y perfecto para dos almas solitarias como las nuestras o para familias completas. En él vas a encontrar joyería, arte medieval, prehistoria y mi parte favorita, las vikingas. Sí, sí, las vikingas porque vale que la idea de los chicos vikingos con cuerpazos de infarto está muy bien pero poco se habla de las mujeres de la época. Bueno, de esas y de otras tantas.

Los vikingos se asocian al horror del saqueo, de la brutalidad de las batallas. También se ha especulado e incluso se han encontrado algunos restos de mujeres luchadoras de esa época, como la tumba de la vikinga de Birka, aunque mayoritariamente eran las que llevaban las riendas del comercio cuando sus maridos se largaban a saquear otros pueblos.

Nos empapamos de datos, de imágenes y sonidos. Antes de abandonar el museo y emprender el camino hacia la última parada previa al almuerzo, mi tía Margie necesitaba ir al baño, culpa mía que no le hice caso. Entiéndeme, parecía un perrillo en celo marcando cada aseo con el que nos cruzábamos así que intuí que esa urgencia en realidad no era para tanto.

La animé a buscar una cafetería con chocolate del bueno, en la del museo no cabía ni un alma más comiendo ensalada de salmón ahumado, y ya de paso podría ir al baño. ¿Qué iban a ser, diez minutos como mucho?

El tema lo alargamos en exceso, nos calentamos con los escaparates y las ganas de encontrar unas botas que devolvieran la vida a nuestros pies congelados. Tampoco hubo suerte.

La campana del hambre y el baile salsero de mi tía me devolvió a la realidad, necesitábamos encontrar un restaurante urgentemente.

Entramos en el primero un poco bonico que vimos, no le teníamos mucha fe a la comida sueca después de revisar varios menús repletos de platos fríos, salmón ahumado y albóndigas con pinta sospechosa de ser las mismas que sirven en cualquier Ikea.

Me lancé al sofá granate del restaurante con gusto y alevosía. Observaba babeando los enormes platos de patatas fritas con hamburguesas mientras mi tía me rogaba que le preguntase a algún camarero por el baño.

Es importante apuntar que igual que yo soy la que maneja la barca de los idiomas en casa, mi tía Margie se pierde así que se pasó todo el viaje señalándome con el dedo cada vez que había que hablar con alguien. Y sí, de eso también hay otra anécdota para recordar pero la dejamos para otro día.

Una muchacha morena que en vez de caminar parecía levitar como una hada de los bosques, se acercó a tomarnos nota. Antes de lanzarme al punto de la carne, le pedí esas ansiadas explicaciones que la cara desencajada de mi tía Margie pedía.

—¿Y dónde pongo el código? —dos minutos más tarde volvía mi tía torciendo las piernas.

—Pues en la puerta, ¿no? La muchacha ha dicho que introduzcas 9547 en el teclado de la puerta. ¿Has mirado bien?

—Bea, que no hay ningún sitio donde poner el código. Anda, pregúntale otra vez —me suplicó mientras seguía con su baile.

Llamé al hada encarnada en camarera, no podía con mi alma como para levantarme del sofá, y volvió a darme la misma explicación que la primera vez. Para acceder al baño solo había que introducir el código 9547 en la puerta.

Mi tía salió despavorida hacia aquella puerta que la separaba de su tan deseado descanso. Al minuto estaba de nuevo en la mesa.

—Te digo que no hay ningún cacharro para poner el código.

—Pues es lo que dice la muchacha —contesté encogiéndome de hombros.

—Haz el favor de preguntarle otra vez o te juro que me meo en la misma puerta —amenazó con la mirada turbia.

El estupor de mi tía Margie lo debió notar ese hada del restaurante y viendo que igual el tema acababa sacando la fregona, acompañó a mi tía hasta el baño y sí, efectivamente había un panel para introducir el código.

¿A qué no te imaginas dónde?

En la propia manivela de la puerta, con unos botones diminutos que obviamente mi tía Margie sin gafas no hubiera sido capaz de ver ni en tres vidas seguidas.

Ya te digo que si colocan ese aparato de los infiernos en cualquier banco es más seguro que muchas cajas fuertes.

Mi tía Margie volvió a la mesa con otro espíritu, liviana. Le dio un sorbo al litro de cerveza que le habían puesto como copa pequeña y me dijo muy seria que si los suecos nos seguían poniendo más trampas con las puertas, igual nos daban en la cara con la del avión y nos quedábamos en tierra.

Así que antes de preocuparnos por nuestro regreso a casa, hicimos lo que más nos gusta, pedir un plato enorme y grasiento de patatas fritas porque no sé tú, pero a nosotras con la panza llena, no hay sobresalto que nos achante.

Eso y dormir bien, pero claro, ya sería otra anécdota que dejo para más adelante.

Mientras llega, te mando un abrazo enorme lleno de amor y luz.

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